Genes, pueblos y lenguas: Implicaciones toponíminas.

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Las lenguas son un fenómeno CULTURAL (no genético) que siguen un proceso evolutivo como cualquier otro aspecto de la cultura, de modo que en cualquier territorio del planeta (sea este Las Merindades, Cantabria, Euskadi o cualquier otro) nunca se ha hablado la misma lengua a lo largo de los siglos. Lo que suele ocurrir en la inmensa mayoría de los casos conocidos es que una élite (pequeña en términos poblacionales pero con una gran influencia cultural) llega con un idioma diferente a un lugar determinado y el resto de la población “nativa” (anterior a la llegada de estas élites) va asimilando la lengua poco a poco en un corto período de tiempo.

Por ejemplo, en Cantabria hoy día se habla el castellano. Pero no siempre fue así. La configuración y expansión de Reino Asturiano a partir de Alfonso I de Asturias hizo que Cantabria fuese previamente, casi con total seguridad, una zona de lengua asturiana al menos hasta las Encartaciones y la mitad occidental de Las Merindades. De esta etapa histórica quedan numerosos restos lingüísticos aún hoy día, muy valiosos para los lingüistas porque les permite conjeturar (con cierta solidez científica) las vicisitudes histórico-lingüísticas que experimentó la zona en aquel tiempo.

Podemos irnos más atrás en el tiempo para suponer cómo era la lengua de los antiguos cántabros prerromanos. La teoría que goza de más adeptos en la actualidad establece la formación del lenguaje y la cultura cántabras, la llamada “etnogénesis” cántabra, en torno al siglo VIII a. C., como resultado de la mezcla entre pueblos indígenas preindoeuropeos e invasores celtas indoeuropeos. Lingüistas como Tovar (1955) fueron defensores de un fuerte sustrato preindoeuropeo en el idioma cántabro prerromano, basándose en datos incuestionables como la aspiración del sonido f, que los emparenta con el idioma primitivo hablado en Vasconia y Gascuña, donde también se observa este fenómeno.

Llegamos así a un complejo panorama etimológico y toponímico para el caso de Merindades donde junto a nombres de pueblos creados a partir del s. XIII (todos los “quintanas” y “villanuevas” de la comarca), aparecen otros que denotan una llegada de repobladores vascos a una zona en la que no se hablaba vasco (todos los báscones, basconcillos, bascuñuelos, etc. que se localizan desde el norte de Palencia hasta Valdegovía), anteriormente una influencia cultural asturiana y cántabra en la época en la que Merindades fue parte del Reino Asturiano, s.VIII-IX (Riaño, Montoto, San Pelayo, Valdebezana, Bricia, etc..), lugares con toponimia latina que parecen derivar de pagos o fundi agrarios establecidos ya en época tardorromana, s.IV-V (Extramiana, Lezana, Lomana, Berberana, etc..), y finalmente otros que presentan una clara raíz celta (Cigüenza), indoeuropea no celta, detectable ya únicamente en hidrónimos (véase Odra *Autra, y su derivado Autrigonia, que hace Villar 2005, también Pisuerga en una entrada anterior de nuestro blog), o directamente preindoeuropea, para lo cual contamos con una joya lingüística como es el idioma vasco (Muga, en el Valle de Losa).

De hecho, para conocer algo sobre el significado de estos topónimos primigenios debemos recurrir necesariamente al único lenguaje preindoeuropeo vivo en la actualidad: el vasco. Lo primero que hay que dejar bien claro es que cuando nos arrimamos al vasco para conocer la etimología de ciertas palabras debe evitarse sacar conclusiones facilonas y simplistas del tipo: “como esta palabra existe en vasco entonces aquí se habló vasco en algún momento del pasado» (normalmente reciente, con una especial predilección por resaltar la brevísima etapa de dominio navarro de la zona, de 1028 a 1055, es decir 27 años). Esto no suele ser cierto. Una similaridad fonética con el vasco, normalmente en ausencia de explicaciones etimológicas alternativas, lo que indica más bien es que esa palabra procede de algún idioma preindoeuropeo similar al protovasco, el antepasado del vasco actual. Ni más ni menos. El vasco siguió evolucionando (por ejemplo, adquiriendo el sonido m, que no existía en el protovasco) mientras que en nuestra zona el preindoeuropeo se perdió con las invasiones celtas del siglo VIII aC.

Castro de Barrio de Bricia

En el cerro llamado Castro Barrio (Barrio, Alfoz de Bricia) parece ser que existió un poblado cántabro de escasa importancia (unas 2 Ha) correspondiente a la Segunda Edad del Hierro. La superficie de la acrópolis se halla muy alterada por los efectos devastadores de la última contienda civil, pero disfruta de un magnífico emplazamiento enmarcado por cortados naturales difícilmente accesibles excepto por el sector orientado al SE. Sin embargo el lugar más idóneo para el establecimiento del hábitat se situaría en las laderas aterrazadas del mediodía, donde al efectuarse las labores de arada, se han descubierto fragmentos de cerámica, especialmente moderna, junto con teja desprovistos de toda expresividad (Bohigas, Campillo y Churruca, 1984).

El único vestigio arqueológico de indudable relevancia y con esta procedencia es una fíbula de puente, de bronce, que en la actualidad se encuentra expuesta en el Museo de Burgos.

Cruzando el arroyo Carrales, a 1,5 km dirección NO, tenemos el castro cántabro de El Castro (Quintanilla de Rucandio). Se trata de un recinto de mayor tamaño (unas 8 Ha) y en el que se pueden observar estructuras defensivas como varios tramos de muralla y la puerta de acceso en pendiente. Podría haber jugado algún tipo de papel relevante en las guerras cántabras, puesto que a 800 metros se localiza un campamento romano (Martínez Velasco, 2010)

La imagen muestra la cara noroeste de Castro Barrio y al fondo el Marul (Alfoz de Bricia) vistos desde el castro cántabro de El Castro (Quintanilla de Rucandio, Valderredible). Foto de Luis Astola.

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FÍBULA DE BARRIO DE BRICIA.

La Edad de Hierro en Merindades presenta hasta el momento una gran pobreza a nivel de hallazgos arqueológicos de tipo metalúrgico. Una razón puede ser el atraso cultural de la zona en aquella época (al menos de su mitad occidental), pero el principal motivo viene dado porque aún no se ha excavado arqueológicamente ni uno solo de los numerosos castros de la comarca. Entre los pocos objetos metálicos encontrados destacan la placa de cinturón de Ojo Guareña (véase nuestra entrada anterior) y la fíbula de puente de Barrio de Bricía que os presentamos hoy aquí, ambos de bronce.

Una fíbula es una especie de imperdible utilizado en la antigüedad para unir o sujetar alguna de las prendas que componían el vestido, ya que los botones no se desarrollaron hasta muy entrada la Edad Media.

Esta fíbula, hallada casualmente en 1950, constituye el único testimonio de un posible yacimiento en este lugar, del que tampoco hay más alusiones en las notas que dan noticia de este descubrimiento, cuando se la consideró de oro. Fue dibujada por Schüle en el resumen tipológico de los materiales castreños de la meseta que publicó en 1969 y a raíz de ello ampliamente difundida en la bibliografía internacional, sin otras anotaciones que su representatividad como pieza excepcional.

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Vaciar calabazas en la Noche de Ánimas: orígenes y significados.

 

SIGNIFICADO DE ESTA TRADICIÓN

La tradición en las Islas Británicas se puede remontar por testimonios orales o literarios al siglo XIX sin que se conozcan citas documentales explícitas anteriores. Sin embargo, el hecho de que esta costumbre se encuentre tan extendida por toda Europa y que su pervivencia esté asociada a pueblos y aldeas remotas de la geografía indica un origen bastante anterior al siglo XIX. La inexistencia de registros documentales antiguos probablemente tenga que ver con el hecho de que fue durante siglos una costumbre infantil, rural, familiar, poco generalizada, estandarizada y ritualizada. Un juego de niños sin mayor importancia.

Escuchando las historias de algunos mayores se encuentran explicaciones más profundas: en la noche de Todos los Santos existía la creencia de que las ánimas vuelven al lugar donde residieron, a las casas, por lo que se colocaban calabazas para que no entrasen. Se trataba de alejar a los muertos de los vivos y tenerlos lejos en una jornada en la que los planos de la vida y de la muerte se acercan demasiado. Curiosamente, esta celebración coincide aproximadamente con la del Año Nuevo celta (Samonios, según el calendario galo de Coligny), tres días de fiesta que variaban según la luna llena de cada año y que marcaban el fin de la temporada de cosechas y el comienzo de la estación oscura. El centro de las fiestas celtas parece que era más agrícola que de culto a los muertos, pero las fechas en las que se celebraba, que son de transición entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte, se prestan a hipotetizar que es en estos momentos cuando consideraban que la frontera entre vivos y muertos era más delgada, lo que entroncaría con la posterior celebración cristiana.

El recorrer de los siglos hizo que su simbolismo originario se fuese olvidado. Sin embargo, aún hoy pervive el recuerdo lejano de aquellas tradiciones. Es en la noche de Todos los Santos cuando las cabezas, hoy en muchos lugares en forma de calabazas terroríficamente sonrientes, vuelven a nosotros. Como en el Samhain celta, las puertas que separan el mundo de los vivos del de los muertos se abren. Las luces de las calabazas alumbran, como ya lo hicieron en las antiguas calaveras, y durante una noche, el camino a los espíritus de los difuntos hacia la vida.

 

EL CULTO A LAS CABEZAS EN EL OCCIDENTE EUROPEO

Las cabezas se repiten con frecuencia como motivos decorativos de todo tipo de objetos arqueológicos del período prerromano en el occidente de Europa. De hecho, se habla de un culto a la cabeza por parte de los celtas para explicar la veneración e idolatría de la cabeza humana en su arte, artesanía y prácticas físicas. En la cultura celta, la cabeza humana era el lugar donde residía el alma de cada persona. Apropiarse de un cráneo tras la batalla era adquirir el valor que poseía alguien en vida, así como tratar de conservarlo era un modo de recordar al difunto y de mantener un lazo de unión con sus descendientes.

1. Evidencias documentales

Si consultamos los textos clásicos comprobaremos la plasmación prosaica de este rito entre los pueblos del ámbito celta. Así nos lo narran Tito Livio, Valerio Máximo o Diodoro de Sicilia, siendo este último quien describe cómo los mercenarios hispanos al servicio de los cartagineses (siglo V a.C.) se detenían en pleno combate a cortar las cabezas de sus enemigos para clavarlas en picas (XII, 57, 2). Estrabón dice que “[en los galos] su falta de reflexión es acompañada de barbarie y salvajismo, como ocurre a menudo con los pueblos del Norte: pienso en la costumbre que consiste en suspender del cuello de su caballo las cabezas de sus enemigos cuando vuelven de la batalla y llevarlas con ellos para clavarlas delante de las puertas principales. Poseidonio dice haber visto él mismo este espectáculo en muchos lugares, que al principio le repugnaba, pero al que acabó finalmente por acostumbrarse. Embalsamaban con aceite de cedro las cabezas de sus enemigos ilustres para mostrarlas a los extranjeros y rechazaban venderlas aunque fuera a cambio de su peso en oro…” (IV, 4, 5). En el siglo IX, el Scéla Mucce Meicc Da Thó (Saga irlandesa del Ciclo del Ulster) recoge la siguiente cita: «Juro por los dioses por los que jura mi tribu que desde que tomé por primera vez una lanza en mis manos no he dormido nunca sin una cabeza de un hombre de Connacht bajo mi almohada». En gaélico irlandés, una de las palabras antiguas para decir batalla significa literalmente “cosecha de cabezas” (ár-cénn).

2. Evidencias arqueológicas

El fenómeno de las cabezas cortadas, utilizadas con una finalidad mágico-religiosa, aparece documentado ya en los dólmenes megalíticos de Las Loras (3500-2500 aC), como puede leerse en esta entrada.

En la Edad de Hierro parece perpetuarse esta costumbre, en un contexto bélico y relacionado con las creencias propias del mundo funerario.

lv_20121107_lv_fotos_d_54354946220-992x558lavanguardia-webPor un lado cortarían las cabezas de los enemigos con el fin de apropiarse de la fuerza del oponente caído, o bien con fines disuasorios, exhibiendo los cráneos en las murallas y puertas del poblado, como en los yacimientos de Ullastret o Puig Castelar, Cataluña. En Ullastret los arqueólogos han encontrado siete cráneos masculinos separados de sus cuerpos, dos de ellos con clavos, que se cree que se exhibían como trofeos de guerra en una de las calles principales de la antigua ciudad. Datan del siglo III aC.

la-hoyaEn el poblado de La Hoya (Alava), se ha detectado también la existencia de este rito de las cabezas cortadas. Entre los individuos encontrados, apareció un varón joven con la cabeza separada del tronco, a una distancia de 11 m. Presenta rastros de decapitación acusada en las vértebras cervicales, donde quedan testimonios del corte que seccionó la cabeza. Su datación se sitúa en torno al siglo IV aC. Este hecho está indicando un ritual que tiene como protagonista al cráneo, en este caso quizá como la separación de la parte del cuerpo donde residen valores que trascienden lo material.

En una de las cavidades bajo Pico el Castillo, Cantabria, se han recuperado restos de 8 cráneos humanos acompañados de elementos cerámicos celtibéricos (Muñoz et alii, 1988; Rasines, 1988). Algunas hipótesis apuntan a que nos podemos encontrar ante otro depósito ritual de cabezas cortadas (Fernández Acebo et alii, 2004: 82).

14670688_1699509377034382_3672653383277808389_nLos arqueólogos han documentado también la veneración de cráneos en contextos domésticos familiares, caso del hallado en una vivienda de Numancia, lo que nos indica la conservación de dicha parte del cuerpo como reliquia destinada al culto de los antepasados. En el castro de Chao Samartín (occidente de Asturias) se ha encontrado una parte de un cráneo femenino en la entrada a la acrópolis, depositado en una pequeña cista con acceso superior y clausurada con una losa de cobertera. Había sido excavada en el suelo contemporáneo de una de las fases de uso de la puerta de la acrópolis en fechas muy tempranas (hacia el 800 aC).El carácter residual de la pieza y su más que probable antigüedad parecen denunciar un tratamiento de reliquia más que funerario en sentido estricto. Para más desconcierto, este depósito se muestra hasta la fecha como excepcional.

3. Objetos de época prerromana

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Castro de Santa Tegra en 2015, Galicia. Foto de Antonio Lomba.

Se han encontrado numerosas esculturas pétreas de cabezas de época prerromana en toda Europa, especialmente en su fachada atlántica. En España, la escultura en piedra abarca un área muy determinada que se limita a la zona noroccidental de la Península. En ella se constatan tanto cabezas exentas como en relieve, localizadas en castros e iglesias medievales. Por ejemplo, en el ámbito galaico se han contabilizado hasta 23 cabezas de este tipo.

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Otros ejemplos artísticos hispanos son las fíbulas de
caballito celtíberas, como la encontrada en el castro ástur de Lancia (León), que representa a un jinete heroificado, vencedor de un guerrero cuya cabeza aparece bajo la cabeza del caballo. Se interpreta que de esta forma el jinete vencedor absorbía el espíritu y el valor del vencido cuya cabeza había sido cortada. Esta representación pudo tener un sentido protector para el jinete representado.

4. El sincretismo cristiano

La llegada del Cristianismo como religión oficial del Imperio no pudo nunca dar la espalda a las tradiciones y creencias locales. El sincretismo religioso jugó un papel muy importante en la adopción, conversión y extensión de la nueva religión. Así, las cabezas fueron incluidas en la decoración de templos cristianos y numerosos cráneos se mantuvieron como reliquias hasta el presente.

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Foto de Armando Llanos.

En la imagen, un cráneo humano (supuestamente de San Vitor), conservado dentro de un relicario de plata con forma de cabeza en Gauna, Alava. El ritual consiste en introducir agua por la parte superior que, resbalando interiormente por el cráneo, se recoge al salir por la boca. A esta aguas se les otorgan poderes, como por ejemplo para bendecir los campos y salvaguardar las cosechas, e incluso para curar o aliviar de ciertos males de cabeza padecidos por las personas. Rituales similares se conservan en Sorlada y Obanos, Navarra.

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Foto de Andrés Fernández

En Santander, las reliquias de San Celedonio y San Emeterio (que da nombre a la ciudad) se conservan dentro de sendas cabezas de plata. Son los santos patronos de las ciudades de Santander pero también de Calahorra, ciudad donde vivieron. Además en Taranco de Mena se levantó el Monasterio de San Emeterio y San Celedonio, fundado por el abad Vitulo y su hermano Ervigio y en cuya acta fundacional aparece la primera referencia escrita al territorio de Castilla (como diferente al de Mena).

 

RITUALES FUNERARIOS CÁNTABROS

En la Edad de Hierro II, es decir en los momentos previos a la conquista romana, las tribus cántabras habían experimentado ya un proceso de fuerte celtiberización desde la zona del Sistema Ibérico y la cuenca alta del Duero (arévacos, berones, autrigones, vacceos, etc.). El resultado es que su cultura (diferente siempre a sus genes) era ya plenamente celtíbera a la llegada de los romanos, con una clara jerarquización y militarización social y una élite guerrera ecuestre en la cúspide social.

Uno de los signos más visibles de esta influencia cultural procedente del sureste se muestra en sus rituales funerarios. El mayor honor para un guerrero era morir en batalla, tratando por todos los medios de que el enemigo no se llevase su cabeza. En estos casos, el ritual funerario, mencionado por las fuentes clásicas y corroborado por la iconografía de la cerámica numantina, consistía en dejar el cadáver expuesto para su descarnación por parte de los buitres (Sopeña, 2010). Era el mayor honor para cualquier guerrero. De hecho, en la necrópolis de Numancia, el 31% de las tumbas contienen exclusivamente restos de fauna, que han sido interpretados como “enterramientos simbólicos, condicionados por la dificultad de recuperar los cadáveres” (Jimeno et alii, 1996). Es muy probable, por tanto, que estos cenotafios estuvieran honrando a individuos masculinos, seguramente pertenecientes al estamento de los guerreros.

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Para el resto de los mortales (hombres, mujeres y niños) se seguía el rito de incineración, con claras diferencias en función del estatus de cada cual. La mayor parte de los enterramientos (hasta el 85% según algunos estudios) no contenían el menor resto de ajuares de ningún tipo, correspondiendo tal vez a siervos y esclavos. Los restos óseos resultado de la incineración se depositaban en una bolsa de cuero y se enterraban en una zona específica a las afueras del castro, que cumplía la función de nuestros modernos cementerios. Los artesanos eran enterrados con sus herramientas de trabajo y la aristocracia era enterrada en urnas de cerámica con toda su panoplia guerrera, entre los que destacan sus armas y arreos del caballo además de alimentos, signo evidente de una creencia en la inmortalidad.

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La forma de señalizar el enterramiento era en nuestro ámbito fundamentalmente mediante túmulos más que mediante estelas. Se ha constatado que necrópolis alejadas del ámbito cántabro como la de Osera, Avila (Cabré, Cabré y Molinero, 1950) o Cogotas, Avila (Cabré, 1931) presentan semejanzas formales con las cántabras, tal vez heredada de viejos ritos megalíticos. Este patrón no se aprecia en necrópolis del centro de la meseta, como en la vallisoletana de Padilla de Duero (Mañanes y Madrazo, 1978), que apuntan a la substitución del tùmulo por otro tipo de señalización, preferentemente por estelas. Estas necrópolis solían ubicarse en esta época cerca pero fuera del castro, en una loma o lugar visible desde el recinto.

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Ilustración de Javier Ramos.

BIBLIOGRAFÍA:

Armendáriz, A.; Etxeberría, F. y Herrasti, L.(1993). Cultos relacionados con ciertas reliquias de cráneos existentes en el País Vasco.

Bohigas (1987). La Edad de Hierro en Cantabria. Estado de la cuestión.

Prados Ferreira (2012). El ritual funerario durante la II E. del Hierro en la Península Ibérica. Algunas reflexiones sobre los grupos marginados por la investigación.

Castellano: El latín de los autrigones

Tradicionalmente se ha situado la zona de aparición del castellano más al oeste y al norte de este mapa, incluyendo toda la mitad oriental cántabra, todas las Merindades y Campoó. Sin embargo esta extensión territorial carece de todo fundamento lingüístico, ya que en Trasmiera, Las Encartaciones, Pasieguería y Campoo se ha mantenido hasta el pasado siglo infinidad de vocablos y expresiones que hacen pensar que en la zona se habló una variante del asturleonés al menos desde la época de las repoblaciones del rey asturiano Alfonso I. En la Merindad de Sotoscueva, Espinosa y zonas próximas de Valdeporres y Montija, todos hemos conocido a algún mayor que hablaba «terminando todo en -u» y utilizando palabras de clara raigambre asturleonesa. En los municipios de Las Merindades antaño pertenecientes a Campoó (Valdebezana, Santa Gadea, Bricia, Zamanzas y Manzanedo) así como en Mena la -u no estuvo tan presente pero conservan igualmente expresiones y vocablos que nada tienen que ver con el estándar castellano.

Todo esto no hace sino indicarnos que el origen primigenio del castellano debe localizarse en la zona en la que precisamente se han encontrado las primeras referencias escritas de este idioma, es decir en la zona sureste de las Merindades (Losa, Tobalina), Valdegovía, La Bureba y la cuenca media del Ebro (San Millán). Se trata de una zona que llevaba ya desde el período tardorromano formando parte de una unidad cultural común: la más romanizada de la comarca, mirando desde antiguo hacia la sede episcopal de Calahorra y hacia el Ebro medio y mucho más desarrollada económica y culturalmente que los territorios del Noroeste. Conviene tener en cuenta también que la zona en la que surgió el castellano muestra una curiosa (y suponemos que no casual) correspondencia con la zona antiguamente poblada por los autrigones.

De esta pequeña zona inicial, y por avatares políticos del momento (s.IX en adelante), esta lengua se expandió rápidamente sobre todo hacia el sur, aunque también a este y oeste, a medida que el condado castellano iba adquiriendo una mayor relevancia histórica.

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Románico enigmático en Merindades

LILIT EN SANTA MARÍA DE SIONES, VALLE DE MENA.

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Entre los capiteles con seres demoníacos de Santa María de Siones, tenemos este que representa a Lilit, en su versión bíblica del libro de Isaías (34:14) que la asocia con Lamia, más conocida como Medusa en la mitología griega, de ahí la curiosa mezcla de aspectos evocadores con la que el escultor la representó. La asociación aparece en la Vulgata latina, donde el nombre en hebreo de Lilit de la Biblia de Jerusalén se tradujo por Lamia, equivalencia que se conserva en algunas traducciones modernas, como la de Nácar-Colunga.
Lilit ya de por sí tiene muchos aspectos y aparece en diversos mitemas, pues el personaje se remonta a la religión mesopotámica y ha ido siendo adoptada por tradiciones posteriores.
En la tradición judeo-cristiana, donde aparece en diversas fuentes, es considerada la primera mujer de Adán, que al no aceptar ser dominada por el hombre fue expulsada del Paraíso edénico y sentenciada a dar a luz por toda la eternidad y a que todos sus hijos nacieran muertos. Por ello aparece aquí embarazada, al igual que por ser considerada la Madre de los Demonios tras convertirse en amante de Samael (Lucifer) durante su destierro en el desierto, en las cercanías del mar Rojo, y por haber engendrado a los Lilim (unos súcubos «cubiertos de pelo») con el semen que los varones derraman involuntariamente cuando están durmiendo (emisión nocturna).
Y hablando de pelo, ese extraño pelo de rastas «serpentinas» con el que se la representa (no son serpientes pero su forma las recuerda, en número de 6 además, que es el número del pecado en el libro del Apocalipsis), es precisamente por su asociación a Lamia (Medusa), en la que pasó de ser la Diosa del Laberinto Interior y de la búsqueda de la serpiente Kundalini (concepto de origen hindú pero tomado en este caso del análogo en el gnosticismo original, más concretamente de las doctrinas de los movimientos religiosos cristianos de las antiguas sociedades helenísticas del mar Mediterráneo, como los ofitas y los basilideanos), a ser Diosa del Mundo Subterráneo, de las pesadillas y bebedora de sangre de bebés y niños. A estos mitemas del gnosticismo cristiano helénico y a la serpiente que utilizó Satanás para hablar como ventrilocuo a Eva en el jardín del Edén (Génesis, 3:1), alude precisamente la serpiente que tiene detrás.

Texto de Fernando Arroyo.